Ficha del lugar

 
 

Un teatro misterioso construido por un mecenas para alojar a todos los mimos del mundo, a sus canciones, a sus mensajes, a sus movimientos, a su danza…

 
 

Relato

 
 

MASH, MASH, La la la

Es bien sabido que el hombre no ríe porque esté alegre, sino que está alegre porque ríe. El autoconvencimiento de que las cosas van bien y de que todo puede mejorar es una virtud del ser humano, aunque del dicho al hecho puede mediar algo más que un largo trecho. Eso lo sabía mi padre, hombre pragmático donde los hubiere, que en cada ocasión en que la vida le dio la espalda y necesitaba acudir a alguno de los dos extremos —reírse o suicidarse—, me tomó de la mano y me llevó a pasear al parque, a ver a los mimos.

La primera vez que vi a uno de esos peculiares seres yo no debía levantar más de siete u ocho años del suelo, y me parecieron estatuas rígidas, solemnes, resistentes a las inclemencias del tiempo, incapaces de la menor acción a menos que alguien les echase algo de combustible en sus vacíos gorros. No entendía por qué estaban tan quietas, si desde luego eran capaces del más hermoso de los movimientos, aquel que cuenta una historia. Una vez le oí decir a mi padre, yendo en tranvía, que la reforma más aplaudida del último gobierno que nos había tocado era la nacionalización de la alta traición. Al ver a aquellos seres pétreos, congelados en un rictus, se me ocurrió que el Gobierno de marras también debía haber hecho suya la locomoción, y que por eso aquellas estatuas estaban paralizadas en mitad de un pensamiento. Ahora que soy mayor sé que ni siquiera un batallón de solipsismo total, perorando sobre la existencia in se, podría haberse opuesto a esta conclusión tan propia de un niño.

Los mimos tenían algo que me atraía sin remedio, y esta fue una de esas cosas que logré comprender antes de que fuera demasiado tarde —es decir, de que me hiciera demasiado mayor—, y el mazo de la lógica racional aplastara cualquier otra posibilidad de interpretar el mundo. Lo que me fascinaba de ellos era que su existencia encerraba un misterio: con solo siete años, me demostraron que hay unos seres muy desgraciados en este mundo a los cuales se les ha robado la libertad para moverse, y que, por obediencia a algún tribunal malévolo, deben pasarse la vida congelados en un único instante. Era una idea de «justicia» que me pareció lastrada, en aquel entonces, por una cadena motorizada de contradicciones lógicas. Algo estúpido, como una máquina de calcular capaz solamente de una operación: sumar uno más uno, dando lugar a muchos.

Por supuesto, no todos los mimos eran iguales: había algunos cuya pose sugería el darle de comer a unas palomas que ya habían echado a volar hacía tiempo, y que cuando mi padre obraba su magia y los hacía moverse, elevaban sus manos y saludaban a un cielo ya limpio, libre de pájaros, con su espíritu eléctrico sobrevolando los plácidos azules. Otros imitaban a una señora pintada de verde que parecía haber sido indultada por el destino en medio de un acto de caridad, pues su mano fingía entregar una limosna; esta señora, cuando despertaba, juntaba las palmas como dando gracias a Dios y luego bailaba un can-can levantándose la falda. También había tenores de ópera mudos que simulaban con sus gestos los deleites de un barítono; bardos medievales que se convertían en los motores líricos de estrellas en explosión; sosías de Cristóbal Colón ataviados con calzas doradas y capizanas que descubrían todas las veces América, y todas las veces por primera vez; y tragasables con espadas invisibles que encendían teas y hacían malabarismos con ellas, la espada hundida hasta la tráquea, haciendo que el brillo de aquellos inexistentes malabares despojase a cada cosa de su propio colorido, imponiéndole en su lugar el del fuego.

¿Qué era lo que unía a aquellos seres, aparte de su rigidez? Que su danza corporal, cuando el salvoconducto de una moneda la desataba, nunca era en vano. Al contrario que los movimientos que hacemos nosotros, la gente normal, que el noventa por ciento del tiempo son un gasto de energía, los suyos siempre, siempre, cuentan una historia.

Recuerdo un mimo que me hizo mucha gracia, de los que más me han gustado, que representaba al Hombre del Viento. El Hombre del Viento lleva frac, y un sombrero de copa raído por siete sitios como el de un pobre que se considera alcalde. Se llega hasta él caminando por un sendero tortuoso, el meandro de un intestino grueso que conduce al corazón del parque. Y allí te lo encontrabas, agarrando el mango de un paraguas al que un huracán había dado la vuelta, deformando sus varillas. El Hombre del Viento siempre estaba inclinado hacia delante, oponiéndose a un ciclón que solo él percibía y que, aunque hiciera sol y no hubiera la menor sensación de brisa, amenazaba con poner del revés toda la ciudad. Cuando mi padre le echaba una moneda, el viento alcanzaba la categoría de desastre natural, y el hombre se iba volando lejos. Aunque se suponía que los mimos son mudos, y que viven en un universo hecho de silencio, a este se le escapaba un sofoco, una especie de «¡mash, mash!», cada vez que lo arrastraban los elementos.

Un día fuimos a verlo, pero el Hombre del Viento se había ido. Y no volvió nunca. Entre lágrimas, le pregunté a mi padre qué podría haberle ocurrido, pues había llegado a encariñarme mucho con él, pero mi viejo solo supo decirme que quizás el último soplo había sido demasiado fuerte, y que el pobre estaría sobrevolando ahora las Malvinas. Yo no sabía por dónde quedaba eso, pero siempre era mejor pensar que mi amigo seguía con vida y volando por los aires, a que se hubiera desintegrado en un conjunto indenominable de incógnitas.
Aquella época duró lo que debía durar la niñez, y no más, pero cuando me hice mayor y hombre de mucho dinero —mi padre me legó una cadena de peluquerías muy famosa—, todavía seguí yendo a buscar a los mimos. Y los dividí en categorías matemáticas: estaban los mimos iguales a cero, llamados así porque su sonrisa se contrarrestaba siempre por una mirada triste; los decimales, que debían su nombre a que les faltaba alguna mano o alguna pierna y por eso eran sinónimo de no enteros; y los mimos imaginarios. Estos últimos son tan imposibles en un sentido estadístico y termodinámico como las hadas, solo que las hadas vuelan, y ellos no. Solo a través de un curiosum algebraico se puede demostrar que hay hadas, mientras que para ver mimos imaginarios lo único que hace falta es ir al parque y desearlo.

Hoy, el día en que me siento a escribir esta historia, es un día feliz. Y no solo para mí, puesto que al fin he logrado hacer realidad mi sueño, sino para toda la población del mundo de los siempre-inmóviles, que va a verse liberada de su maldición. Yo, que probabilicé a los lagartos escupefuego y a sus cuñados, los mimos decimales, demostrándole a la ciencia que son ciertos, utilicé mi fortuna para construir un edificio enorme, en pleno centro de mi ciudad, donde las leyes del tiempo y el espacio no eran iguales que por fuera. Un lugar donde siempre estarían cayendo monedas en los sombreros de cuanta estatua viviente viniera a pedir refugio, no con el propósito de hacerlas ricas, sino para que jamás se les detuviera el tiempo. Hora tras hora, minuto tras minuto, un tintineo en el fondo del sombrero haría que la mujer de verde danzase, que el que alimentaba a las palomas pudiese verlas volar mientras las saludaba, y que el tragasables siempre fuera el centro de su propia galaxia de fuegos malabares. Para ellos, era la oportunidad que siempre habían buscado de escapar del espacio real y refugiarse en el configurativo. Para mí, el eterno placer de convertir la ausencia de tiempo en un río de magia. Llamé a aquel teatro «Mash Mash, La la la», y automáticamente adquirió un aire francés.

El único que no vino nunca fue el Hombre del Viento, que quizás todavía esté volando allá por las Malvinas —quede donde quede eso—. Pero le he puesto una veleta en la ventana más alta, una que representa a una mujer bellísima, por si alguna noche pasa y se enamora de ella y decide quedarse con nosotros, para hablarnos de los países que solo él vio, y con los cuales los demás solo soñamos.